miércoles, 29 de febrero de 2012

Escribo...


Escribo. Tomo los mates más ricos
y lentos
que puedan filtrarse
por mi lengua.
Y rasgo las cuerdas de mi guitarra
con la púa mediana
dándole el color de ojos a una nueva canción,
a un nuevo poema.
La tranquilidad de la tarde
y de la lámpara a mi lado
me mantienen dulcemente concentrado.
Y suena la llave en la puerta.
Entra ella
con la ropa de oficina y su maletín
colgado.
Sigo sentado
y ella
se me acerca con un beso en la frente
y le acaricio la cintura.
Se suelta el pelo y se afloja los zapatos.
Prendo dos cigarrillos,
uno para ella, otro para mí,
y le alcanzo un mate
rico y calentito.
Dejo la guitarra apoyada
y me levanto.
me acerco a ella
en silencio
y le doy un beso
que ella me responde al instante.
Acaricio su carita cansada
y se cuelga sobre
mis hombros.
Se me apoya fuerte
muy fuerte
y entiendo que debo tirar el cigarrillo al piso.
El pantalón comienza a apretarme adelante,
pero ella se encarga de aflojarlo
con sus manos finas.
Se saca los lentes
y yo cuelgo su saquito
sobre la silla.
La camisa blanca y ajustada
deja de estar prendida
y mis manos descubren, otra vez,
la magia de ese cuerpo tibio
que me convoca.
a que entre.
Y las manos se hunden debajo de
su pantalón liviano
recorriendo las firmes carnes de sus
lomas traseras.
Y una pierna se trepa a mi cintura;
con un brazo subo la otra pierna
de ella
y el sillón rechina cuando caemos.
El mate y los puchos
se convirtieron en fricción
húmeda y calurosa
de nuestras pieles y
de nuestras
armas secretas.
Una nueva canción espera
ser resuelta.

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